Epílogo del editor: Gotitas de amor a la lengua que me vió crecer
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“Where are you from?” a stranger asks.
— Puerto Rico —, contesto, preguntándome si no es obvio por la bandera que cuelga de mi cuello.
“What was that?” the stranger asks again.
— Puerto Rico —, repito con una calma falsa. Odio tener que repetir cosas cuando estoy hablando en inglés. Comienzo a cuestionarme si lo estoy pronunciando todo mal y pienso en cuán fácil sería hablar español.
“Oh, Porto Rico! That’s so cool,” the stranger finally seems to understand with a weird sense of accomplishment.
Aunque no soy grabadora para estar repitiendo, me niego a pronunciar el nombre de mi isla mal a propósito para que sea más fácil entenderme. También pasa cuando digo mi nombre, aunque es bastante básico. Cambiar mi pronunciación se siente como traicionar al idioma español que tanto me ha dado. No voy a negar que a veces estoy a un “Bee-ON-ca” de querer coger un avión e irme al carajo, pero le he cogido el gustito a Los Ángeles. Tal vez estas suenen como preocupaciones banales para algunos, pero como alguien cuyo lugar seguro son las palabras, estas son las cosas que me anclan a mí misma a la vez que navego la universidad en un país con un idioma que no es el mío.
Las palabras siempre me han acompañado. Amo la lectura, hablo hasta por los codos y mi cerebro no conoce el silencio. Me fascina que una palabra puede doler más que un golpe en la cabeza y sanar el corazón más que la más fuerte de las medicinas. Muchas veces se me hace difícil vocalizar mis emociones, pero mi lápiz nunca me ha fallado. Escribir me permite elegir mis palabras minuciosamente para decir exactamente lo que quiero decir, cosa que no puedo hacer cuando hablo.
Aunque técnicamente he estado aprendiendo inglés toda mi vida como parte del sistema educativo colonial de Puerto Rico, nunca había tenido que usar el idioma para algo más que devorar libros. Resulta que leer demasiados libros de Rick Riordan y Sarah J. Maas no es lo mismo que enfrentarme a hablar inglés como principal método de comunicación. Cuando me mudé a L.A., me dí cuenta de que aunque sabía inglés, no sabía existir en el idioma.
Cuando decidí venir a estudiar a USC para conocer un mundo nuevo, no tenía referente alguno para navegar todo lo que conllevó mudarme casi al otro lado del mundo a los 17 años a un país extraño. Curiosamente, la parte que más me ha costado aceptar — tal vez porque ha sido la más inesperada — ha sido perder parte de mi identidad en la traducción del español al inglés.
Nada me pudo haber preparado para el choque de navegar un mundo en un idioma distinto al que me vió crecer. No me malinterpreten, soy sumamente afortunada de dominar el inglés — al final del día edito para el Daily Trojan. Sin embargo, hay una parte de mi que no llega a expresarse cuando existo como angloparlante. Tal vez llega a asomarse, pero un poco menos vibrante que en español. Tengo ansiedad y OCD, así que naturalmente se me dificulta manejar situaciones nuevas e interactuar con personas que no conozco. Añadir una nueva cultura e idioma a este cóctel ha sido peculiar, por usar alguna palabra.
Como alguien cuyo refugio son las palabras, ¿cómo existo en un lenguaje en el que no existen suficientes maneras para expresar todo lo que soy, todo lo que siento? ¿Cómo convierto la cacofonía en sinfonía? ¿Cómo cambio de una lengua sumamente rica y expresiva a una escueta? En español tengo toda mi jerga, refranes y modismos, mientras que en inglés constantemente me encuentro tratando de traducir o decorar la lengua de alguna manera.
Supongo que algo positivo de separar el inglés de mi identidad es que se me hace más fácil expresar mis emociones, pero esto también significa que en ocasiones no las siento tan fuerte como en español. Mis amigos angloparlantes probablemente nunca me conocerán en mi forma más natural y vibrante y, aunque me pone un poco triste, también me motiva a encontrar pequeñas formas en las que hacer el inglés mío.
Sé que mi dilema con los idiomas es natural y nunca cambiaría mi vernáculo, pero esto no elimina el remolino de pensamientos de mi cabeza. Me encuentro en un estado permanente de buscar formas de anclarme a mi identidad por medio de las palabras. Escuchar música casi exclusivamente en español, incluir a Puerto Rico en cuantos proyectos pueda e incluso escribir esta columna son mi manera de mantenerme conectada a mí misma.
Porque, ¿cómo le explico a un estadounidense que “te quiero” no es lo mismo que “te amo”? Que mis Navidades son básicamente de noviembre a febrero, que el Clásico Mundial de Pelota es más importante que la Copa Mundial, que un plato de arroz con huevo es una comida completa y que puertorriqueño que se respeta no bebe Bacardí. La cultura no tiene traducción y eso es lo que la hace especial, pero también es lo que más me duele.
Podrás estarte preguntando cuál es el propósito de esta pieza si no tiene una moraleja bonita o una historia de superación. Buscaba algo mucho más sencillo: abrir una ventana a mi cerebro que me permitiera explorar mi identidad cambiante. Es una carta de amor al español y una promesa de nunca perder el contacto con la lengua que me acompañó fielmente por tantos años. La realidad es que escribí más para mí que para el lector. No pretendo educar a nadie sobre las experiencias de las personas bilingües — si estás leyendo esto, es muy probable que ya las entiendas.
El Epílogo del editor es una columna rotativa escrita por un nuevo editor de Daily Trojan en cada entrega en la que narran sus experiencias viviendo en lo que parece ser un crical de mundo.